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Japón no es un destino de este mundo. Con esa percepción se queda quien lo visita por primera vez. Porque no es de este mundo que todo funcione a la perfección, desde el tren a una máquina de refrescos.
No es de este mundo la pulcritud de los espacios públicos, ni que en un área conurbana como la de Tokio, con cerca de 30 millones de habitantes, no haya coches aparcados en la calle porque el espacio público no debe ser usado de manera privada. Ni tampoco es de este mundo que dejes una bicicleta en la acera sin cadena y a la mañana siguiente siga allí. Que no haya papeleras por las calles y no se vea un papel ni una colilla en el suelo. Que en el tren de alta velocidad pidan que no se hable por teléfono para no molestar al resto de usuarios… y que a nadie se le ocurra no hacer caso. Que puedas dejar tranquilamente el móvil o la billetera en la mesa del restaurante e irte al baño. Que todos los japoneses te saluden con una sonrisa y una inclinación, aunque no te entiendan.
No, la sociedad japonesa no es de este mundo; tiene algo de marciana –en el sentido de extraña–, diferente a cualquier otra sociedad que se haya visto. Eso es lo primero que atrapa de Japón, la sensación de tranquilidad, de que todo funciona y de que la educación y el respeto por lo público es algo sacrosanto. Marciano total. Luego están la primavera y la floración de los cerezos, el otoño vestido de ocre, rojo y amarillo, y esos templos de solemnes maderas. Y el contraste que lo impregna todo: entre los parsimoniosos monjes sintoístas y la ajetreada multitud del metro en hora punta; entre los jardines con cedros donde reina el silencio y el estruendo y el aire viciado de humo de un pachinko lleno de gente frente a máquinas de juego; o entre los rascacielos forrados de neones junto a los yokocho (callejones) que huelen a yakitori (brocheta de carne) y a sake.
Japón es el agua casi hirviendo de un onsen (baños termales), el suelo de tatami de un ryokan (alojamiento tradicional) y también el naranja butano de los torii en la entrada de los santuarios. Es el contraste de una sociedad amabilísima, pero con un elevado grado de infelicidad –por la exigencia a la que el colectivo somete al individuo– y altamente tecnificada, que inventó el tren bala en 1964 pero donde todavía hay tiendas que solo aceptan efectivo. Creo que por todo eso, Japón engancha tanto al viajero occidental.
OSAKA, EL PUNTO DE PARTIDA
Una de sus puertas de entrada es Osaka, porque allí está el aeropuerto internacional de Kansai a donde llegan muchas aerolíneas europeas. Osaka merece sobradamente que se le dediquen dos o tres días. Si acabas de llegar al país, el barrio de Dotombori, el de los restaurantes, los neones, los izakayas (especie de taberna que sirven bebidas y tapas) y el ambiente nocturno te encandilará.
Otro punto de interés es el Castillo de Osaka, que impacta de lejos con su color níveo. Es la estampa icónica de una fortaleza medieval de la época Edo, de madera y con cinco pisos exteriores en forma de pagoda. Su construcción se inició en 1583 por el daimio (señor feudal) Toyotomi Hideyoshi y tuvo un papel fundamental en muchos lances de la historia del país. Por desgracia fue arrasado en la II Guerra Mundial y lo que ahora vemos es una copia casi exacta del original, pero de cemento. Lo rodean aún las ciclópeas murallas y unos cuidados jardines muy recomendables para disfrutar del hanami, la observación de los cerezos en flor cada primavera. Como contraste, en el barrio de Umeda se elevan algunos de los rascacielos más vanguardistas del país, con un observatorio espectacular en la Umeda Sky Building.
Castillo de HimejI, UNA JOYA MEDIEVAL
Para ver un complejo medieval de madera hay que dirigirse a Himeji, 100 km al oeste de Osaka. Edificado en 1346 aunque muy reconstruido en 1680, el Castillo de Himeji o de la Garza Blanca es una de las doce únicas fortalezas originales de los cientos que hubo en Japón. Declarado Patrimonio de la Humanidad, es una joya de la arquitectura medieval que ha llegado a nuestros días con una salud envidiable y cuya visita es un viaje en el tiempo. Tiene una torre principal en forma de pagoda de cinco plantas desde donde ejercieron su poder muchos sogunes, entre ellos los Tokugawa, el clan que gobernó Japón con mano de hierro durante 250 años (de 1600 a 1868), manteniendo al país aislado del resto del mundo.
SABOR Y PANORÁMICAS EN KOBE
Entre las ciudades de Osaka y Himeji queda Kōbe, el topónimo que
se ha extendido por el mundo como sinónimo de carne de gran calidad… y de elevado precio. Kobe no es una ciudad muy turística, pero se suele usar como punto de pernoctación en los viajes que se dirigen o que llegan desde el lejano suroeste de la isla de Honshu. Sin embargo, tiene algunas zonas de interés, como el puerto –denominado New Harbour–, que cuenta con muchos lugares para pasear y un centro comercial repleto de terrazas y restaurantes.
En cualquiera de esos espacios o en las calles aledañas a la estación del Shinkansen o tren bala, se puede probar la famosa ternera de Kobe, procedente de una vaca virgen o macho castrado (wagyu) de la variante Tajima de la raza Negra. Y digo «probar» con toda la intención, porque al precio que está –unos 140 euros por 100 gramos– no es como para quitarse el hambre con una comilona. Merece la pena también subir a la torre del puerto de Kobe, el icono de la ciudad. Y visitar el museo de la Destilería de Sake Hakutsuru, con reproducciones a escala 1:1 de los diversos procesos manuales de fabricación de la bebida nacional nipona.
Koyasan, LA MONTAÑA SAGRADA
A 80 km de Osaka hay una excursión imprescindible a Koyasan, la montaña sagrada del budismo shingon, una de las principales escuelas budistas japonesas. Desde hace más de mil años han ido floreciendo monasterios –hay unos 120 en la actualidad– en esta montaña de altos bosques de cedro. Muchos ofrecen shukubô (hospederías) donde pasar una noche rodeado de la espiritualidad y la sencillez budista; se come y se cena menú vegetariano en un refectorio especial para los huéspedes y se les invita a rezar al amanecer con los monjes. Toda una experiencia que ayuda a comprender mejor el alma de Japón. Un paseo al atardecer por el cementerio Ukono-in, con 200.000 tumbas de distintas formas y épocas, acaba de imbuir al viajero de la espiritualidad japonesa.
KIOTO, LA CIUDAD IMPERIAL
Kioto se localiza a 60 km de Osaka, que son 15 minutos de trayecto a bordo del Shinkansen, el tren bala. Esta antigua ciudad imperial es lo poco que queda de ese Japón milenario que todos tenemos idealizado y que de forma tan onírica nos vendieron en el libro y la película Memorias de una geisha. A Kioto se le puede dedicar tanto tiempo como se quiera, pero nunca se terminaría de conocer en profundidad todos sus templos, santuarios, museos, yokochos o callejones, barrios tradicionales, jardines y lugares históricos. Mi consejo es asignarle como poco tres días completos.
Kioto, la capital del país durante mil años, se alza en un valle encajado entre dos cordilleras paralelas. El primer día conviene dedicarlo a recorrer la ladera de Higashiyama, la montaña que cierra Kioto por el este. De sur a norte, Higashiyama es una tremenda sucesión de templos (budistas) y santuarios (sintoístas): el Kiyumizu-dera, el Kodai-ji –iluminado por la noche en primavera y otoño–, el Chion-in, el Museo Nacional de Kioto o el pequeño y ornamental Shoren-in.
De allí se puede bajar por los jardines de Maruyama koen, con sus bellos parterres, lago y puentes, hasta Gion, el barrio de las geishas. Tras dedicar un buen rato a las compras en la calle principal, aconsejo cenar en el concurrido nudo de callejones de Kawaramachi.
Un palacio dorado
El segundo día hay que ir a la ladera opuesta, Arashiyama, donde se alza otro buen montón de templos y lugares de interés. El más famoso y fotografiado es el Kinkaku-ji o Pabellón Dorado. Suele estar a reventar de turistas vayas el día que vayas, pero merece la pena. La que probablemente sea la imagen más icónica de Kioto y casi de todo Japón, fue una villa de descanso mandada construir por el shogún Ashikaga Yoshimitsu en 1397.
A su muerte el pabellón Dorado se transformó en un templo zen en el que se veneraban reliquias de Buda. Todo el exterior está recubierto de láminas de oro. Para magnificar la construcción, en torno a ella se construyó un precioso jardín con robustos pinos y un estanque con islas y rocas en el que el edificio se refleja como en un espejo. En otoño, con los arces de la orilla encendidos de un color rojo intenso, la escena es capaz de impactar al alma más insensible.
adentrarse en el bosque de bambú
El segundo sitio más concurrido de esta zona es el bosque de bambú. Está tan lleno de visitantes a cualquier hora que parece imposible que esas fotos idílicas que hemos visto se hayan tomado aquí. Arashiyama, en general, está más abarrotado de gente y transmite más sensación de agobio que Higashiyama porque los lugares de interés están apiñados, muy próximos entre sí. En temporada alta (primavera y otoño) se convierte en un hormiguero humano por el que cuesta caminar. Otros templos recomendales de Arashiyama son el Ryōan-ji y su jardín de piedra y el Tenryū-ji, junto al bosque de bambú.
visitas imprescindibles de kioto
En el tercer día se pueden explorar otros puntos de interés. Por ejemplo, el castillo Nijö-jo, desde donde los señores de la guerra ejercían el poder durante la época Edo en la que Kioto era la capital. Se trata de un gran recinto de palacios, murallas y jardines perfectamente conservados que ocupa una manzana entera en el centro de la ciudad. Es interesante porque su interior revela cómo era la vida de aquel Japón feudal de los shogunes, cerrado a cal y canto al resto del mundo. Se conservan muchas pinturas y paneles originales y se han recreado algunas salas con maniquís en escenas muy realistas de cómo debía ser la vida de la corte en aquella época y cómo transcurría una audiencia entre el mandatario y sus gobernadores.
En una esquina de Higashiyama hay otro enclave muy especial: Sanjsangen-d, el templo de las mil estatuas. Y en esta ocasión no se trata de una cifra simbólica. No. Es que alberga mil y una estatuas de madera recubiertas de láminas de oro de Kannon, una bodishattva muy venerada en el budismo japonés como diosa de la compasión y una de las expresiones de Amida Buddha. El pabellón mide 120 m de largo y, una vez dentro, la vista se pierde en una colección única en todo Japón. Edificio y estatuas son originales del siglo XIII, lo que acrecienta su valor. El domingo más cercano al 15 de enero se celebra una fiesta muy familiar en la que los niños y niñas van ataviados con kimono y llevan pequeños arcos con flechas, en recuerdo de una competición de arqueros que se celebraba en este lugar durante la antigua época Edo.
Fushimi Inari, un templo infinito
Pero la visita a Kioto no estaría completa sin dedicarle unas cuantas horas a Fushimi Inari, el famoso templo de los miles de torii que forman túneles interminables. Si ya era visitado antes, se convirtió en objeto de deseo de todos los turistas tras aparecer en la película Memorias de una geisha. Se calcula que hay más de 4.000 de estas puertas de madera de color rojo, que cubren en total cuatro kilómetros de sendas que ascienden hasta la cima del monte sagrado Inari. Los primeros centenares de metros están siempre repletos de gente, aunque con un poco de paciencia siempre se encuentra un momento de soledad para hacer una foto sin nadie. Si se dispone de tiempo, mi consejo es seguir subiendo hasta dejar atrás a los grupos y llegar casi solo a un lugar sagrado y de lo más cinematográfico: el recinto dedicado a Inari, el dios de las cosechas.
los ciervos de Nara
Desde Kioto se suele ir y volver en el mismo día a Nara, otro de los imprescindibles de Japón. Nara, a poco menos de una hora en tren de Kioto, fue la primera capital imperial en un tiempo tan lejano como el siglo VIII. Y pese a que el honor le duró poco pues la corte se trasladó a Kioto en 784, unos 70 años después de fundarla, a aquella época pertenecen buena parte de los templos y santuarios del enclave que ha hecho famosa a la ciudad: Nara-köen, el parque de Nara. Se trata de una zona de unas 600 hectáreas donde se concentran la mayoría de lugares religiosos, además de 1.200 ciervos sika considerados sagrados y que campan a sus anchas acosando a los visitantes en cuanto intuyen que llevan comida en sus manos, sobre todo unas obleas que se vende en quioscos ambulantes para alimentarles y que les encantan.
el gran templo de nara
El acceso desde la ciudad moderna al Nara-köen pasa junto al Kfuku-ji, un templo del año 669 construido por el clan Fujiwara en otro lugar de la isla y desmontado y vuelto a levantar aquí cuando se hizo capital a Nara. Tiene anexa una impresionante pagoda de cinco pisos construida en 1426. El templo más importante de Nara es el Tōdai-ji (728 y 745), la estructura de madera más grande del mundo. Mide 56 metros de alto, y eso que la reconstrucción tras un incendio la rebajó frente al original, porque debía albergar la estatua de Buda más grande del país: 16 metros de altura y 130 kilos de oro. Cuentan que su construcción fue tan costosa que acabó con las reservas de cobre del país y lo dejó sumido en la bancarrota durante décadas.
peregrinaje a través del japón natural
Si estas alturas de viaje ya estás cansado de ver ciudades, templos y santuarios, ha llegado el momento de calzarse las botas, ponerse la mochila y descubrir el otro Japón, el de la naturaleza más rutilante que envuelve al Kumano Kodo. Se trata de la ruta de peregrinación más famosa de todo el país, que en realidad y en contra de lo que piensa mucha gente, no es un solo camino, sino una red de caminos, como pasa con el camino de Santiago, con quien está hermanado. De hecho, los dos han sido declarados Patrimonio de la Humanidad.
El Kumano Kodo es una red de sendas que desde hace mil años transitan los peregrinos que van hasta los tres templos de Kumano Sazan (Hongu, Shingu y Nachi), situados en el sur de la península de Kii, en la región de Kansai, en el centro de Honshu, la isla principal. Parece ser que ya los emperadores del periodo Heian, en el siglo VIII, cuando la capital estaba en Nara, tenían la tradición de peregrinar dos veces al año hasta Kumano. Una ceremonia que han seguido manteniendo los dignatarios nipones a través de los tiempos.
Tal trasiego de caminantes terminó por definir cinco caminos principales. Uno de ellos es la llamada Ruta Koechi o Ruta del Koyasan, que empieza precisamente en esa montaña sagrada cerca de Osaka donde se recomendaba pasar una noche en uno de sus monasterios. De hacerlo así, es una buena excusa para empezar al día siguiente la peregrinación por el milenario Kumano Kodo.
Santuario Hongu Taisha
La ruta del Koyasán es además una de las más exigentes de las cinco, tanto por su longitud (aproximadamente, 70 km) como por sus fuertes desniveles. La más popular es la ruta Nakahechi o Ruta Imperial, porque era la favorita de los emperadores. Empieza en la ciudad de Tanabe y recorre 38 km por parajes de naturaleza soberbia y sin tantos desniveles. Por eso es la más seguida. Todos los caminos del Kumano Kodo están señalizados y tienen –como el Camino de Santiago– una red de albergues y hospederías donde alojarse.
Del misticismo del Kumano Kodo a la alta tecnología del Sinhkansen. De los sobrios ropajes de los monjes sintoístas a las tiendas de complementos extraños para tribus urbanas de Takeshita Dori. Japón es un destino de contrastes extremos que nunca defrauda.
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