entre templos y paisajes sagrados

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Japón no es un destino de este mundo. Con esa percepción se queda quien lo visita por primera vez. Porque no es de este mundo que todo funcione a la perfección, desde el tren a una máquina de refrescos. 

 

No es de este mundo la pulcritud de los espacios públicos, ni que en un área conurbana como la de Tokio, con cerca de 30 millones de habitantes, no haya coches aparcados en la calle porque el espacio público no debe ser usado de manera privada. Ni tampoco es de este mundo que dejes una bicicleta en la acera sin cadena y a la mañana siguiente siga allí. Que no haya papeleras por las calles y no se vea un papel ni una colilla en el suelo. Que en el tren de alta velocidad pidan que no se hable por teléfono para no molestar al resto de usuarios… y que a nadie se le ocurra no hacer caso. Que puedas dejar tranquilamente el móvil o la billetera en la mesa del restaurante e irte al baño. Que todos los japoneses te saluden con una sonrisa y una inclinación, aunque no te entiendan.

Osaka, izakayas

foto: Shutterstock

No, la sociedad japonesa no es de este mundo; tiene algo de marciana –en el sentido de extraña–, diferente a cualquier otra sociedad que se haya visto. Eso es lo primero que atrapa de Japón, la sensación de tranquilidad, de que todo funciona y de que la educación y el respeto por lo público es algo sacrosanto. Marciano total. Luego están la primavera y la floración de los cerezos, el otoño vestido de ocre, rojo y amarillo, y esos templos de solemnes maderas. Y el contraste que lo impregna todo: entre los parsimoniosos monjes sintoístas y la ajetreada multitud del metro en hora punta; entre los jardines con cedros donde reina el silencio y el estruendo y el aire viciado de humo de un pachinko lleno de gente frente a máquinas de juego; o entre los rascacielos forrados de neones junto a los yokocho (callejones) que huelen a yakitori (brocheta de carne) y a sake

 

Japón es el agua casi hirviendo de un onsen (baños termales), el suelo de tatami de un ryokan (alojamiento tradicional) y también el naranja butano de los torii en la entrada de los santuarios. Es el contraste de una sociedad amabilísima, pero con un elevado grado de infelicidad –por la exigencia a la que el colectivo somete al individuo– y altamente tecnificada, que inventó el tren bala en 1964 pero donde todavía hay tiendas que solo aceptan efectivo. Creo que por todo eso, Japón engancha tanto al viajero occidental.

 

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