Pasión por la jungla
La selva no me pilla de sorpresa; antes de ir a este viaje ya había viajado en tres ocasiones al Amazonas —Iquitos y Madre de Dios, en Perú, y Puerto Inírida en Colombia— además de conocer también la selva costarricense. En estos cuatro destinos conviví de diferentes maneras con comunidades indígenas, pero sin lugar a dudas, esta experiencia ha sido la más real —y dura— de todas.
Viajar a la selva, más concretamente al Amazonas, es uno de los grandes sueños de muchos viajeros. También fue el mío hasta que pisé por primera vez el pulmón del planeta. Ahora, siempre que puedo, no rechazo la oportunidad de volver. Esta vez lo hice de la mano de Juan Santiago Gallego, cocinero del restaurante La Chagra de Medellín, experto en cocina amazónica, y de Vicente Infante, coordinador de contenido del congreso gastronómico chileno ÑAM Chile.
![DSCF4526](https://viajes.nationalgeographic.com.es/medio/2024/05/22/dscf4526_a28ec3bb_240522135912_1200x800.jpg)
La profundidad de la selva
El objetivo de este viaje tenía como fin conocer de primera mano la verdadera cocina amazónica, entender sus formas de vida, su cultura y su cosmovisión, además de ver de dónde provienen muchos de los productos que se utilizan en La Chagra y en muchos restaurantes de alta cocina colombiana que tienen como proveedores a estas comunidades indígenas.
Para ello nos dirigimos hasta La Chorrera, en el departamento Amazonas. Llegar hasta allí no es sencillo, pues no hay vuelos comerciales —suelen ser habitualmente vuelos de envío de mercancías— y las rutas se realizan o cada 5 o cada 15 días en función de las condiciones climáticas. Además, los aviones son pequeños: en algunos solo caben tres personas y en otros no más de nueve. Para ubicaros un poco más en la zona voy a daros dos datos: el primero es que esta zona es la misma área de donde provenían los tres niños que el año pasado sobrevivieron durante cuarenta días perdidos en la selva a un accidente de avión en pleno Amazonas. ¿Te suena esta historia? El segundo, es que La Chorrera es un lugar conocido históricamente por la explotación de la fiebre del caucho que ocurrió en el siglo XIX, pues allí se ubicó un centro de acopio y se vivió fuertemente la esclavitud y el exterminio indígena. Para el que quiera saber un poquito más sobre ello, la película El abrazo de la serpiente y el libro La Vorágine hablan sobre este episodio de su historia.
![IMG 1714](https://viajes.nationalgeographic.com.es/medio/2024/05/22/img-1714_1b48a757_240522140023_1200x675.jpg)
La familia indígena
Aterrizar en el Amazonas es como hacerlo sobre un inmenso campo verde, con enormes ríos serpenteantes y nubes traslúcidas que explican al visitante la importancia de este lugar en el mundo. Cuando el avión tocó tierra en ese aeropuerto en el que solo hay una pista y cuatro casetas de madera para resguardarse del sol vimos a la familia que nos iba a acoger en su casa; la familia de los abuelos Abadía.
Desde el primer momento, el abuelo Abadía y la abuela Pastora nos trataron como si fuéramos de la familia. Tras saludarnos con un abrazo, garraron nuestras mochilas, se las pusieron a la espalda y pusimos rumbo a casa caminando 5 kilómetros hacia el interior de la selva.
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Un nuevo hogar en plena jungla
Tras adentrarnos en la selva, por caminos de tierra y cruzando puentes hechos con tablas de madera que salvan ríos y cascadas, llegamos a la que sería nuestra casa por unos días.
Rodeada de vegetación y flanqueada por un caño y un riachuelo —en donde se lleva a cabo la higiene en todos los sentidos (personal, alimenticia, del hogar…)— aparecen dos casitas de madera: una que hace las veces de cocina interior y de Maloca —donde se reúnen los hombres al anochecer—; y, otra, en donde están las estancias del hogar y un salón común. Al entrar nos instalan en nuestras habitaciones. Unos duermen en hamacas colgadas del techo mientras otros tienen cama propia, como es mi caso.
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Impacto selvático
De la vida en la selva ha habido varias cosas que me han llamado la atención. La primera de ellas es que en este territorio no hay transportes. La mayoría de habitantes se movilizan a pie por caminos tradicionales, unas trochas hechas por las mismas comunidades. Sin embargo, para las distancias más largas usan los ríos. Se mueven en canoas de madera con un pequeño motor y, en ocasiones, pueden tardar días en llegar de un centro poblado a otro navegando. También cuentan con embarcaciones más pequeñas y tradicionales con remos de madera, que utilizan en las distancias más cortas.
Para el que se pregunte por el transporte aéreo: es extremadamente caro y no es regular. Además, los aviones que llegan hasta aquí en su mayoría son aviones de carga, y su frecuencia es cada 5 o 15 días, por lo que salir de esta zona de la selva no es nada sencillo. Allí es común escuchar, «la gente sabe cuando llega, pero no cuando puede irse» porque, además de la frecuencia de los vuelos y de si se venden todos los tickets (en los vuelos de carga viajan también personas), aquí también entran en juego las condiciones climáticas.
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La pureza del agua
Si bien el Amazonas es uno de los lugares con más recursos hídricos del planeta, no existe un tratamiento adecuado para su consumo humano. Los ríos, riachuelos y cascadas están por todos los lados, sin embargo, la llegada de las industrias extractivas, además de las ilegales, están contaminando los ríos.
La mayoría de la población usa la recolección de agua lluvia para su abastecimiento y consumo. Con unos calderos grandes en el suelo, recogen el agua que utilizarán después para elaborar sopas o zumos. Por el contrario, los ríos se utilizan para la higiene personal, pero también para lavar los utensilios de cocina, enjuagar alimentos y lavar la ropa.
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Vivir sin luz
Las comunidades indígenas viven y se guían con la luz del sol puesto que la electricidad es casi nula en todo este tipo de poblaciones. Sin embargo, desde hace seis meses y gracias a un programa público de instalación de paneles solares, la comunidad Murui tiene en cada casa dos puntos de luz —cocina y salón, habitualmente—. En mi casa, además, tienen la suerte de que han podido hacerse con un pequeño congelador, lo que les ha permitido poder disfrutar de uno de los mayores sueños de los niños: los helados defrutas amazónicas como el copoazú.
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Vida en común
La vida en la selva y su forma de convivencia ha sido otro de los aprendizajes del viaje. Aquí los horarios no existen y cada noche la comunidad se junta en la Maloca para hablar sobre las necesidades de cada uno y el trabajo que se realizará al día siguiente. La comunidad es, literalmente, una comunidad. Trabajan todos para uno y uno para todos. Todos se ayudan entre sí y comparten saberes, herramientas y fuerza.
La primera noche sentada en la Maloca empecé a comprender esta forma de entender la comunidad. Cada uno habla de lo que hará al día siguiente en el campo, en el río o en el monte y pide ayuda en el caso de que sea necesario. A esto lo llaman “colaborar”. Por ejemplo, con nuestra llegada, los habitantes de la comunidad colaboraron con nuestra familia a la hora de acogernos, enseñarnos el funcionamiento de la comunidad, ayudarnos a cargar con nuestras mochilas en la ruta desde la comunidad hasta el aeropuerto o enseñarnos cuál es el proceso de elaboración del casabe.
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Comer lo que se cultiva
Cazadores y recolectores, la selva con su flora y su fauna es la despensa de las comunidades indígenas. Nuestra casa se encuentra a orillas del río, donde pescan y cazan babillas —unos cocodrilos pequeños— y otro tipo de animales como monos o roedores. También se ubica a pocos pasos de la chagra, la huerta donde cultivan yuca, recolectan frutas como el açaí o el copoazú, cazan hormigas, recogen suris (ese gusano amarillo procedente de la palmera del aguaje lleno de proteínas) o cogen leña para cocinar o fibras vegetales que después utilizarán para hacer canastos.
Aquí la base de la alimentación es la yuca y cualquiera de sus derivados —casabe, fariña o tucupí—, junto con el arroz y las frutas, pero de vez en cuando también consumen alimentos que vienen de la ciudad de La Chorrera como huevos o pollo. Además, en días de fiesta o celebración, como la comida para el Día de la Independencia Indígena, la comunidad salió de caza para poder comer en esa fecha algo especial: babilla.
Sin embargo, de su dieta lo que más llama la atención —además de la comida— es que no existe un horario concreto en el que se come, tampoco un número de veces al día. Hubo días en los que comíamos a las once de la mañana para cenar algo rápido antes de dormir y comer fruta entre horas. Mientras, otros, solo hicimos una comida al día. Para beber lo más habitual es encontrar zumos de frutas como el del açaí, que elaboran cociéndolo en agua de lluvia y machacándolo hasta obtener un jugo azul oscuro que luego se cuela para eliminar las impurezas que generan las pepitas y la piel.
Estas son solo algunas de las pinceladas de la vida en la selva, una convivencia corta pero intensa que podría llegar para escribir un libro entero. Queda mucho por contar; esto solo es la punta de un iceberg gigante que me ha permitido entender de cerca cómo piensan, cómo trabajan, qué comen y cuál es su cosmovisión y su forma de entender el mundo. También todas las problemáticas que giran alrededor de la Amazonía, de su sostenibilidad y la del mundo, de los problemas a los que se enfrentan las comunidades, el conflicto de las guerrillas y el narcotráfico. Una experiencia única que seguiré contando en nuevos capítulos.