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El puente de San Antón proyecta su sombra sobre la lámina marronosa del Nervión y marca una frontera que no se puede percibir con la vista: es el punto hasta el cual penetra el agua salada del mar Cantábrico. De aquí hacia el norte, las mareas influyen hasta el punto de que la ría vive un par de veces al día unos cambios de cota que la visten y la desnudan de líquido. Es esta pasarela de piedra, de todas las que tiene el Botxo, la más bella y venerable. Y también la más apreciada por los bilbaínos, que saben de su existencia incluso antes de la fundación de la ciudad, en el año 1300. Conectaba los ancestrales caminos ganaderos que unían las tierras vasconas con Castilla, lo atravesaba lana con patas que iba a embarcarse hacia tierras más lejanas.
LA evolución de Bilbao
Tan estratégico es el puente de San Antón que aún hoy es el lugar de paso preferente para ir del Casco Viejo a Bilbao La Vieja, que no son lo mismo. El uno es el núcleo fundacional de la ciudad, siete calles que en euskera se nombran precisamente así (Zazpi Kaleak). La otra, la parte canalla y tenebrosa en la que adentrarse era una aventura de riesgo hasta hace pocos años, en que un lavado de cara y la universal gentrificación la han dejado como epicentro artístico y de creación, foco también de las comunidades recién llegadas, que sacuden con su colorido, lenguas, maneras de hacer, gastronomía y formas de vida la tradicionalmente inmovilista Bilbao.
La robusta iglesia de San Antón es también testimonio de estos nuevos tiempos. Este templo del siglo XV de inesperada luminosidad interior acoge ahora en festivos las misas de comunidades africanas y asiáticas, que al terminar los oficios se refugian en los pórticos a charlar y comer de sus fiambreras exóticos manjares que poco tienen que ver con el bacalao al pil-pil. En la esquina de la fachada junto a la entrada principal, la iglesia exhibe una discreta placa situada a tres metros de altura, y marca con una línea hasta dónde llegó el nivel del agua de los aguadutxus (como llaman en Bilbao a los excesos del Nervión) el 27 de agosto de 1983.
Codo con codo con el templo está el mercado de la Ribera, la plaza de abastos con más solera de la ciudad. Tras una larga restauración ha quedado precioso, aunque ha perdido carácter. Se han difuminado las fronteras entre pescaderías, fruterías y carnicerías y se han esponjado los pasillos, se han incorporado escaleras mecánicas y, en definitiva, se ha desvanecido algo del encanto de lo abigarrado anterior. Pero sus vidrieras brillan filtrando el sol y es una manera directísima de saber qué es lo –mucho– que comen los bilbaínos. Y lo orgullosos que están de sus puestos de pescado y marisco, hasta el punto de que se los conoce popularmente como «las joyerías de Bilbao».
Un paseo por el Casco Viejo
La conexión con el Casco Viejo es inmediata. Adorado por sus ciudadanos, se trata de un entramado básico de siete calles que van a confluir frente a la catedral, santiaguera y elegante, con un enorme rosetón que parece la boca de un volcán y un órgano situado justo bajo él que parece vaya a escupir lava. En el Casco Viejo se «potea» (acción de liquidar un vasito de vino, cerveza o mosto) a mediodía y al final de la tarde, entrando y saliendo de las tabernas como si te persiguieran los US Marshal. Y quien tome asiento, delata que es forastero. Los nativos siempre beben de pie, seleccionando muy bien los pintxos. La plaza Nueva, un cuadrado porticado y libre de tráfico, se erige en la guardería predilecta de la ciudad. Allí las familias se relajan. Los niños corretean y los padres vacían vasos en animada cháchara. Es la más indestructible de las liturgias vascas.
Subiendo la Calzada de Mallona –una larga escalinata entretenida de día y menos recomendable de noche– se llega al parque Etxebarria, donde antes había una fundición. La chimenea restante así lo atestigua. Es un espacio verde sensacional para admirar el entramado de la ciudad y situar los barrios que se desean visitar. Los divanes de piedra colocados a tal efecto en los últimos años invitan a tomarse un respiro antes de lanzarse a conocer el resto de Bilbao, una ciudad bien servida de transporte público, pero que por su tamaño se recorre a pie sin esfuerzo.
Amatxu también es una iglesia
Sin menoscabar la importancia y beldad de la catedral, junto al parque está la iglesia más querida de los bilbaínos. Es el hogar de Nuestra Señora de Begoña, a la que los habitantes de la ciudad llaman cariñosamente Amatxu (mamaíta). Patrona de todos los vizcaínos, se afinca en una basílica que presenta una fachada principal que parece un risco costero. Pero lo más singular es el interior. Sucede algo no infrecuente en los templos vascos, pero que llama poderosamente la atención a los foráneos: el piso de la nave central está inclinado, y entre la puerta y el altar mayor hay que superar una cuesta, como si se estuviera en un cine moderno.
Cuando el Tour de Francia decidió finalizar en Bilbao su primera etapa en la edición de 2023, lo hizo fijando la meta a las puertas de la basílica de Begoña. Y eso dice mucho acerca de la importancia que el templo tiene para la ciudad.
más allá del guggenheim
Bajando de nuevo a la orilla de la ría, el paseo por el Nervión llevará a la inesperada colección de edificios modernos que han ido apareciendo en los últimos años. Seguramente se trate de una operación planificada. O tal vez no, muchos bilbaínos no caen en la cuenta de que su ciudad alberga hasta siete inmuebles levantados por arquitectos que han ganado el premio Pritzker (el equivalente al Nobel en arquitectura).
El más evidente fue el que transformó la ciudad, el museo de arte contemporáneo Guggenheim. Cuando en 1997 se abrió al público este bajel de titanio obra de Frank Gehry, todavía no se habían acallado las polémicas sobre su utilidad, función y conveniencia, pues el gasto había sido enorme. Hoy ya nadie discute que ha puesto a la ciudad en el mapa del mundo, y que la inmensa mayoría de turistas que se acercan a Bilbao lo hacen con la idea de visitar ese edificio. Sigue siendo más un continente que un contenido, pero en los últimos años las exposiciones temporales han ganado quilates y compensan una colección permanente que cojea un tanto. Y nadie puede competir en fotogenia con Puppy, el perrazo de la puerta construido con ramas vegetales y flores.
El Guggenheim vino a restañar las heridas económicas y sociales –también urbanísticas– que dejó una reconversión industrial extraordinariamente traumática. Cuando las fábricas siderúrgicas y navieras tuvieron que cerrar, las orillas de la ría se convirtieron en un erial de chatarra. Ahora, son el lugar de paseo predilecto de cuantos viven y visitan Bilbao, una avenida escoltada por el líquido del Nervión que se va aliñando con edificios emblemáticos: las torres gemelas de Irata Isozaki; el rascacielos de César Pelli; el paraninfo de la Universidad del País Vasco de Álvaro Siza; las originales bocas del metro (fosteritos) de Norman Foster; la inacabada Torre de Abando de Richard Rodgers; el puente Euskalduna de Javier Manterola; el edificio de la biblioteca central de la Diputación de Bizkaia; el poliédrico juego de espejos de la sede central de la Sanidad vasca o el interior del antiguo almacén de vinos.
Una retahíla de obras sensacionales que no forman un conjunto uniforme. Pero cualquier ciudad del mundo con ese patrimonio se reivindicaría como capital mundial de la arquitectura de vanguardia. Extraña que los bilbaínos, no faltos precisamente de autoestima, no lo hayan hecho ya.
Arquitectura y cultura
Cuando se acercan al Ensanche, los habitantes de los demás barrios dicen que «van a Bilbao», con un poco de pillería, marcando distancias con respecto a sus amados cuarteles periféricos. Pero ahora lo hacen con algo más de orgullo. Presumen de tener en la Alhóndiga un centro cultural puntero. La transformación del antiguo almacén de vino es prodigiosa. Se respetó el clásico esqueleto externo, pero en el interior se alzó un cubo de ladrillo sostenido por pilares que alberga una comodísima biblioteca, tiendas de diseño, salas de cine y exposiciones, restaurantes, una mediateca, gimnasios…
En el Atrio de las Culturas ideado por Philippe Starck, 43 columnas se encargan de sostener el complejo. Son todas diferentes, reflejando las culturas del mundo, con motivos rupestres, medievales, chinos, neoclásicos, griegos… también hechas de materiales diversos. En el salón central una pantalla con un enorme sol rompe la penumbra. Y si el visitante levanta la mirada hacia el techo, ve el fondo vidriado de la piscina superior, con los pies de los bañistas haciendo de patos figurantes.
San Mamés
De la Alhóndiga a San Mamés, las calles como Alameda Urquijo o Licenciado Poza (dígase «pozas» para parecer nativo) se llenan los días de partido de fútbol con los seguidores de la más firme religión vizcaína: el Athletic Club. Cientos de aficionados vestidos con la camiseta de su equipo peregrinan a uno de los estadios más lustrosos de Europa, alzado sobre las cenizas del antiguo. En la zona noble todavía ruge el león disecado que da nombre a los futbolistas del equipo.
Bilbao aún tiene algunas asignaturas por cerrar, como la rehabilitación de la isla de Zorrozaurre, en el centro de la ría, donde la ciudad empieza a marcar sus límites con las localidades antaño siderúrgicas. Está pensado como el gran nuevo barrio de Bilbao, pero por sus dimensiones –unos 170.000 m2– y el diseño espectacular –y caro– de la arquitecta iraní Zaha Hadid se ha ido dilatando en el tiempo. Cuando Zorrozaurre esté terminado, es posible que los contrapesos del centro de Bilbao se muevan.
Mientras eso sucede, se mantiene vivo el milagro del barrio de Noruega, nombre popular de un fragmento de Olabeaga por el aspecto de sus casas, pintadas en vivos colores que remiten a ese país nórdico. También había allí un bar extinto que se llamaba igual. Y dice la leyenda urbana que marineros escandinavos que traficaban con bacalao solían recalar en esas calles. La cuenta atrás para que nuevas construcciones arrasen con las clásicas ha empezado, y así Bilbao perdería una parte muy pintoresca de la orilla oeste del Nervión.
La manera natural de abandonar la ciudad de Bilbao es seguir la carretera de la ría. Quedan atrás las cuatro grandes curvas que marca el curso fluvial a su paso por la capital vizcaína y aparecen localidades que todavía son hogar de fábricas y almacenes industriales: Erandio, Barakaldo, Sestao… Hasta que se llega a la desembocadura, donde se alza un esqueleto de hierro que es un prodigio ante el que hay que detenerse.
El puente de Bizkaia
Formalmente bautizado como Puente de Bizkaia, se trata de una fabulosa obra de ingeniería que lleva en servicio ininterrumpido desde 1893, currículo único en el mundo. Une las orillas de Las Arenas y Portugalete con una barquilla que todavía hoy es transporte público para peatones, coches y bicicletas. El cubículo va colgado de unos cables de acero sujetos a la estructura de hierro que se levanta 61 metros sobre el agua. Un sistema de ascensores permite, además, que quienes no sufran de vértigo puedan atravesar la pasarela superior a pie. Son 160 m de recorrido que permiten ver la ría y las localidades cercanas como quiene contempla un mapa por satélite.
Llegado a la línea costera, el viajero se siente tentado por adentrarse en la localidad de Getxo, con un casco viejo pequeño pero con encanto, escalonado sobre una ladera. Y por acercarse a las suntuosas mansiones de Neguri, donde las grandes fortunas vizcaínas se han refugiado siempre, hasta el punto de haber convertido el topónimo en sinónimo de riqueza sin fin.
Playas y otras localidades
Siguiendo el litoral, el paisaje adopta un estilo inequívocamente cantábrico, con riscos alfombrados de verde que se vierten sobre un mar plomizo. Y cada pocos kilómetros se abren playas deliciosas como las de Sopelana, Arrietara o Barrika. Hasta que se llega a la desembocadura del Butrón, que forma la ría de Plentzia. Se trata de un pueblito transformado en centro vacacional, máxime teniendo en cuenta que el metro de Bilbao muere aquí, lo que lo ha convertido en la playa urbana de los bilbaínos, que acuden a miles sin necesidad de arrancar su coche.
De Plentzia hasta Gorliz hay un paseo peatonal de pasarelas de madera que conduce al evocador hospital que lleva en funcionamiento desde hace más de un siglo y que mantiene las características de sanatorio salobre y salubre para curar enfermedades pulmonares, aunque hoy se dedique a menesteres más variados.
La costa occidental vasca toma tintes épicos una vez sobrepasado Bakio, cuando el viajero se encuentra con el capricho geológico del flysch y la ermita de San Juan de Gaztelugatxe, erigida sobre un peñasco unido artificialmente al continente. Tras haberse convertido en la Casa del Dragón de la serie Juego de Tronos, el escenario televisivo se ha impuesto como centro de peregrinaje al que ya funcionaba desde el siglo X, cuando se acudía a ver la ermita de San Juan Degollado y a ofrecer un exvoto los marineros que se habían salvado de un naufragio.
Manteniendo rumbo a oriente, aparece la gran reserva de Urdaibai, con unos arenales que quedan al descubierto durante la marea baja de la ría de Mundaka, alimentada por el Oka que proviene de Gernika-Lumo. Lugar marcado con una equis roja por los surfistas del mundo entero, que vienen a disfrutar o ser volteados por la que dicen que es una de las mejores olas izquierdas de los Siete Mares.
No hay viajero que no desee terminar su periplo vizcaíno sin rendir tributo al árbol de Gernika. El roble centenario –ya difunto– y su retoño heredero se guardan en la imponente Casa de Juntas, donde el lehendakari tradicionalmente toma posesión del cargo bajo su generosa sombra.
Pegado a este lugar de significado político está el Parque los Pueblos de Europa, un espacio verde relajante, repleto de árboles y murmureantes canales de agua donde bellas esculturas de Eduardo Chillida, Henry Moore o Apel·les Fenosa recuerdan la barbarie de la guerra en una localidad que precisamente fue destruida en 1937 por las bombas. Las obras de arte liman la congoja, así como también el dinámico mercado semanal guerniqués, un compendio vivo de lo que –todavía hoy– es la autárquica vida rural vasca ligada a sus robustos caseríos.
Cerrar el círculo en las calles de Bilbao de nuevo es perfectamente factible gracias al entrañable tren de cercanías de la línea E4 –pasa cada media hora– que tiene la muerte de sus vías en el barrio de Matiko.
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