Sesenta minutos con los gorilas de montaña en Ruanda


África, el continente de los grandes exploradores

El giro del ventilador a través de la mosquitera de la cama ejerce un efecto placebo. Por lo menos al principio, luego no es más que un monótono aleteo que esparce el calor por la habitación del hotel, haciendo que la pregunta de por qué viajamos a África surja de manera instantánea. La lista de inconvenientes es larga: mosquitos, hormigas que muerden como leones, caminos de un polvo rojo que se pega en tu garganta y que, junto con el calor, hacen del aire una masa espesa irrespirable; pobreza sin distancia televisiva. Sin ser fácil la respuesta, apostaría que es debido a la facilidad que tiene el continente de convertir en mito todo lo que toca. Están además esas grandes crónicas, al estilo as I saw it, escritas por los grandes exploradores, Burton, Speke, Grant, Livingstone, Stanley o Baker, nos dejaron relatos que son una invitación a dejar atrás la comodidad y emprender el viaje.

 

Te levantas temprano para ver los primeros rayos desde la ducha, casi por completo al aire libre. Abres el grifo y el agua sale condenadamente fría; no hay luz, es demasiado temprano para poner en marcha los generadores. En África, a veces las cosas no salen como planeas. Es más, casi nunca salen como planeas. Cuando empiezan a asomar los primeros rayos te olvidas de todos los inconvenientes, es imposible cansarse de ver amanecer o atardecer en el continente. En las aldeas cercanas, esa primera luz es la señal para que empiece una actividad frenética que no cesará ya hasta la noche.

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