Origen de la catedral de Tarragona
La historia de este gran edificio arranca, en el siglo XII, de manera trágica. Después de la muerte del caballero normando Robert Bordet, príncipe de Tarragona, su viuda Agnès y sus hijos Guillem, Robert y Berenguer, se levantaron en armas para recuperar lo que un día había sido de su padre. Ante esta revuelta, el nuevo arzobispo Hugo de Cervelló pidió auxilio al rey.
El conflicto parecía que se cerraba con la jura de fidelidad de Guillem al obispo, pero al cabo de pocos días de dar a conocer la reconciliación entre las dos partes, Guillem fue asesinado en Tortosa, donde había ido para servir al rey. Aquella muerte hizo saltar por los aires toda posibilidad de reconciliación y la familia normanda acusó al arzobispo de ser el responsable, siendo herido letalmente por Robert. No sabemos si por piedad o por mala conciencia, Hugo de Cervelló dejó una importante cantidad de dinero para iniciar la construcción de la Catedral de Tarragona.
El arzobispo pirata
En la lucha entre otomanos y cristianos por el control del Mediterráneo, el arzobispo y señor de la ciudad de Tarragona tuvo un papel controvertido, hasta el punto de pasar a la historia con el mote del arzobispo pirata. En el año 1453, Constantinopla caía en manos de los turcos. En Tarragona, el arzobispo era Pedro Jiménez de Urrea, un hombre de gran peso político gracias a sus contactos y más de armas que de letras.
El papa Calixto III lo llamó a Roma, nombrándolo Patriarca de Alejandría y poniéndolo al frente de la flota de la iglesia para combatir a los otomanos. Parece ser que Urrea estuvo más interesado en el saqueo y la piratería que en combatir a los turcos. No sabemos si fue con el botín obtenido, pero lo cierto es que financió la preciosa sillería del coro de la catedral donde todavía hoy luce su escudo. Además, se trajo para Tarragona el estandarte de la flota papal que ondeaba en la galera Santa Tecla, bandera que sigue luciendo en el interior del templo.
Santa Tecla la Vella
Bajo la sombra de unos cipreses y de un tejo se resguarda una pequeña capilla románica construida, a inicios del siglo XIII, con materiales reutilizados de época romana. El interior y los alrededores de la capilla son hoy un impresionante lapidario, en el que los restos romanos comparten espacio con sepulcros de varias épocas, como la magnífica tumba del arzobispo Bernat de Olivella, que data de 1287.
Durante siglos, este lugar fue el principal cementerio de la ciudad. En tiempo de la peste la capilla fue el lugar elegido para los funerales, evitando así que los cuerpos infectados entraran en la catedral. Algunos arqueólogos e historiadores apuntan que Santa Tecla la Vella podría estar relacionada con la antigua catedral de época visigoda, y han buscado en este espacio el origen del culto a la santa.
Esclavos en la catedral
Uno de los personajes más curiosos de la escultura gótica catalana fue el maestro Jaume Cascalls. En el siglo XIV, el puerto de Barcelona era uno de los principales puertos esclavistas del Mediterráneo. Seguramente fue allí donde Cascalls compró a Jordi de Déu, probablemente un prisionero de guerra que provenía de Sicilia. Jordi de Déu trabajó como escultor para Cascalls en la fachada de la Catedral de Tarragona y en el panteón real del monasterio de Poblet, entre otros lugares.
Después de mucho trabajo y no pocas penurias, consiguió la libertad y cambió su nombre por el de Jordi Johan. Sabemos que formó una familia y que tuvo dos hijos, también escultores, Antoni y Pere. Este último, nacido en Tarragona y conocido como Pere Johan, sobrepasó la fama de su padre. Su enorme talento lo llevó a hacer obras tan relevantes como el retablo mayor de la sede de Zaragoza, la fachada gótica del palacio de la Generalitat de Cataluña, la puerta del Castel Nuovo de Nápoles y el retablo mayor de la Catedral de Tarragona: las manos del hijo de un esclavo hicieron surgir del alabastro el más bello relato de la vida de Santa Tecla.
La santa reparte bofetadas
Según explica la leyenda, la enfermedad recluyó el rey Pedro el Ceremonioso en el interior de su habitación. Una de las últimas noches antes de morir se escuchó un gran alboroto dentro de la alcoba real, Santa Tecla había aparecido ante el rey para abroncarlo. Medio aturdido y sorprendido intentó razonar, pero la santa le dio una sonora bofetada y el monarca acabó por el suelo implorando perdón. Durante la mayor parte de la Edad Media, Tarragona y las tierras alrededor de la ciudad estuvieron bajo el dominio de los dos señores más poderosos de la Corona: el rey y el arzobispo. Esa dualidad en el control, que comportaba la recaudación de impuestos, estuvo llena de tejes y manejes.
En un intento de proteger su poder la iglesia designó a Santa Tecla como propietaria de sus posesiones en Tarragona, de forma que el arzobispo se convertía en el representante y defensor del patrimonio de la santa. La tensión generada llevó a Pedro el Ceremonioso a reunir un ejército en Montblanc dispuesto a entrar en Tarragona. La sangre no llegó al río y la salud del rey empezó a empeorar, muriendo pocos meses después. Parece que los últimos días de su vida se retractó de su intento de gobernar la ciudad, nacía así la leyenda de la bofetada. La santa debió ser muy convincente, porque el rey dejó en testamento a su heredero la obligación de pagar 7.000 libras a la iglesia de Tarragona por las molestias sufridas.
Las ratas en procesión
En la decoración de uno de los capiteles del claustro vemos una curiosa escena: un grupo de ratas lleva a un gato en procesión. Está fechada a mediados del siglo XIII y, como no está documentado su significado, hay diversas interpretaciones sobre lo que allí sucede. Una de ellas habla de una comadreja, no un gato, que trata de engañar a las ratas colgándose de una viga y haciéndose la muerta.
La otra implica el hartazgo de un noble que al no poder hacer frente a la plaga de roedores metió a un gato en la casa. El felino, tras infructuosos intentos de merendarse a las ratas se hizo pasar por muerto y la más mayor de las ratas decidió que celebrarían un funeral, lo rociarían con aguardiente y lo quemarían. La procesión acabó en banquete para el gato y el noble, como homenaje, decidió dedicarle un capitel de la catedral. Una tesis vincula esta historia con un episodio del carnaval en época medieval.
La campana del castrado
Junto a la cabecera de la catedral se eleva el campanario. En la parte más alta, desde hace siglos, una buena colección de campanas marca el ritmo de la vida, los rituales y las fiestas de la ciudad. En el interior de la sala de campanas pueden encontrarse algunas de las piezas más antiguas del mundo todavía en uso: la Fructuosa o la Assumpta, por ejemplo, fueron fundidas a inicios del siglo XIV y continúan mecidas por los campaneros de la catedral. Por encima de esta sala, en la parte más alta del campanario, un templete sirve de refugio para la Capona, la campana más conocida de Tarragona. Cada hora en punto, los vecinos de la Parte Alta y de más allá la escuchan tocar.
Durante el barroco la liturgia católica enriqueció su música. Entre los sonidos de los oficios religiosos de aquella época, uno de los más preciados era la de un instrumento que no salía de las manos de ningún lutier: la voz de un capón. Los niños que nutrían la escolanía de la catedral eran devueltos a sus casas cuando cambiaban su voz, con la llegada de la pubertad. En un tiempo en el que el acceso de las mujeres a los coros estaba vetado, la práctica de castrar niños para preservar su voz fue un método tan cruel como extendido.
Durante la primera mitad del siglo XVII, uno de los eunucos con voz de contralto consiguió una gran popularidad en la catedral, su nombre era Martín Cerezo. De familia humilde, Martín acumuló un pequeño capital gracias a su éxito. Tras su muerte en 1652, en plena oleada de peste, dejó dinero para fundar la misa de las doce menos cuarto de la catedral, que se anunciaba precisamente con el toque de la mencionada campana. A partir de entonces, en su honor, la campana más grande fue conocida como la Capona.